SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO
Queridos hermanos:
Hoy la liturgia de la Palabra nos enseña cómo es el Reino de
Dios que esperamos y cómo lo debemos recibir usando imágenes muy bellas: “La
vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con
el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el
escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi monte santo:
porque está lleno el país de ciencia del Señor, como las aguas colman el mar”
(Isaías 11, 7-8). Esta ciencia del Señor es el juicio de Dios según el Espíritu
Santo. Es un juicio que trae paz; pues donde florece la justicia, abunda la paz
eternamente (cf. Salmo 71, 7). Cuando es Cristo el que juzga, siempre abunda la
paz.
Ese el Reino de todos los bautizados por el fuego del
Espíritu Santo. Sin embargo, no basta haber sido bautizados y sabernos hijos de
Dios: “Y no os hagáis ilusiones, pensando: "Abrahán es nuestro
padre", pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas
piedras” (Mateo 9, 3); nos dice enérgicamente San Juan Bautista. Y dirá el
mismo Jesús en otro pasaje: “Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí… Pero
a mí, como os digo la verdad, no me creéis”. (Juan 8, 42.45). Por eso, el
Adviento es un tiempo de abundante gracia para volver a empezar, desde el
pesebre, a vivir como verdaderos hijos de Dios, personas de fe.
Por otro lado, las palabras que hemos escuchado en el
Evangelio se pronunciaron en el desierto. Probablemente, también resuenen hoy
en el desierto de nuestro corazón sediento. Recordemos que la ciencia del Señor
es como el agua que colma el mar y permanece en la Escritura. Propongámonos
vivir como hijos de Dios, empezando por guardar Su Palabra; tal como lo hizo la
Santísima Virgen María en su seno. Es la mejor manera de esperar al Niño Dios
en Belén. Dice San Pablo: “Todas las antiguas Escrituras se escribieron para
enseñanza nuestra, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan
las Escrituras mantengamos la esperanza” (Romanos 15, 4).
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