En este último
domingo del año litúrgico la Iglesia nos invita a celebrar al Señor Jesús como
Rey del universo. Nos llama a dirigir la mirada al futuro, o mejor aún en
profundidad, hacia la última meta de la historia, que será el Reino definitivo
y eterno de Cristo. Meditemos qué significa aceptar a Cristo como Rey de Cielos
y Tierra.
¡Viva Cristo Rey!
Tras este grito miles de
miles de cristianos entregaron su vida por el “simple” hecho de ser cristianos.
¿Simple? ¡Pues no! Ante el pensamiento ateo y materialista, creer en Jesucristo
siempre ha incomodado. Siempre ha ido en contra de los planes materialistas de
la época y a las ideologías mundanas que han intentado e intentan someter la
libertad del hombre en aras del poder dominador que se presenta tras el disfraz
de “libertador”- pensemos en todas las ideologías de la muerte del siglo XX-.
El Único liberador, la Única Verdad que nos hace libres, es la que trae Jesucristo,
quien con su Luz nos abre los “ojos” del entendimiento para trascender y encontrar
ese Reino en el que seremos verdaderamente “hombres”, es decir, libres,
poderosos, sabios de verdad pues lo veremos todo tal cual es; felices, amados y
amantes, limpios de corazón y con todo aquello que esto conlleva.
Jesús mismo habla de
Rey, de Reino, pero no se refiere al dominio, sino a la verdad. “¿Puede existir
un poder que no se obtenga con medios humanos? ¿Un poder que no responda a la
lógica del dominio y la fuerza? Jesús ha venido para revelar y traer una nueva
realeza, la de Dios; un Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8-16) y
que quiere establecer un reino de justicia, de amor y de paz (cf. Prefacio).
Quien está abierto al amor, escucha este testimonio y lo acepta con fe, para
entrar en el reino de Dios” (Benedicto XVI. Solemnidad de Cristo Rey).
Pero las coronas que le
acompañan a Cristo nuestro Rey, una de soberano y otra de espinas, indican que
su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no
consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o
la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor
de Dios que Él mismo ha traído al mundo con su Sacrificio y la Verdad de la que
ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe
olvidar.
Acuérdate de mí, Señor
¿Y cómo acceder a este
Reino? Con Cristo, por Cristo y en Cristo. Recordemos el suceso de la crucifixión.
Jesús estaba muriendo, ahí, en el trono que nosotros le dimos, la Cruz y con la
corona que le pusimos –y le ponemos- al pecar. En medio de la agonía, uno de los
ladrones logra reconocer al Salvador en ese Hombre sufriente que no ha hecho nada para merecer este
castigo como el mismo le dijo. Lo reconoce y le suplica: acuérdate
de mí. Esa es la
manera de acceder al Reino: 1) profesando nuestra fe en Jesús y 2) suplicándole
estar con Él, para siempre. Todo lo demás o lo hace el Señor, o ya lo hizo,
ahí, en ese trono –la cruz- y con esa corona – de espinas-. Hoy estarás conmigo en el Paraíso,
respondió Jesús al buen ladrón: HOY. Ese es el poder del que hablamos, ese el
reinado al que estamos llamados, ese el amor con el que somos amados y perdonados.
Venga a nosotros tu Reino
Y ¿qué Reino esperamos y
suplicamos? El Reino de los cielos, esa vida eterna de la que ya hemos hablado
en textos anteriores. Un Reino que los hombres no
entendemos del todo en esta vida porque lo que Jesús vino a enseñar no está en el exterior sino en lo más profundo
de nuestro corazón, no es de este mundo, pero es en este mundo donde
debemos llegar a Él. ¿Cómo? haciendo su voluntad, aquí en la tierra como en el cielo.
Mi reino
no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo mi gente habría combatido
para que no fuese entregado a los judíos... PERO MI REINO NO ES DE AQUÍ. Entonces Pilato te dijo: Luego... ¿tú eres rey?. Y
respondiste: Tú lo dices que soy rey. Para esto he nacido yo y
para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es
de la Verdad, escucha mi voz. Jesús, respondiendo
a esta pregunta, aclara la naturaleza de su Reino
... “Que no es poder mundano, sino
amor que sirve; afirma que su Reino no se ha de confundir en
absoluto con ningún Reino político: Mi reino no es de este mundo
… no es de aquí” (Benedicto XVI. Solemnidad de Cristo Rey)
Se trata de una invitación y
súplica que se dirige a todos y cada
uno de nosotros: convertirnos continuamente
al Reino de Dios; es como decirle a Jesús: “Señor que seamos
tuyos, vive en nosotros, reúne a la humanidad dispersa y sufriente, para que en
ti todos seamos del Padre de la Misericordia
y del Amor de tu
Corazón.
¿A qué Rey
quieres elegir? ¿Quién reinará en ti?
Esta
es una oportunidad más para mirar dentro de uno mismo y reflexionar ¿a qué Rey
sirvo? ¿Quién es finalmente el Señor de mi vida, de mi obrar, de mi esperanza
futura?
Volvamos
a oír a Jesús, su invitación. Volvamos a mirar el Camino que nos toca recorrer
hacia Él, volvamos a admirar el precio que ya se pagó, que ya pagó el mismo Rey,
para que yo pueda acceder a este Reino, no como siervo, sino como amigo del
Rey, para reinar con Él.
Y
comprendamos bien de qué se trata ese Reino aquí en la tierra. Elegir
a Cristo no garantiza el éxito según los criterios del mundo, pero asegura la
paz y la alegría que sólo él puede dar. Lo demuestra, en todas las épocas, la
experiencia de muchos hombres y mujeres que, en nombre de Cristo, “en nombre de la verdad y de la
justicia, han sabido oponerse a los halagos de los poderes terrenos con sus
diversas máscaras, hasta sellar su fidelidad con el martirio” (Ibid).
Elegir a Cristo Rey implica vivir como Él vivió. Y para ello
no estamos solos, está el mismo, siempre, todos los días, hasta que llegue su
Reino. Está esperándote en la oración, está en la vida de gracia que inauguró
para ti con los sacramentos (confesión, comunión), está en la Iglesia, que
aunque humana, también y sobre todo de Cristo y en Ella actúa
sobrenaturalmente. Búscale y con Él podrás todo. Elige a Cristo.
Y con el poder de Dios podrás decir con tu vida: ¡Viva Cristo Rey!.
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